sábado, 12 de abril de 2014

Sabores de la niñez


Recordaba el episodio proustiano de las magdalenas, quería invitarlos a que me cuenten  qué sabor los remite directamente a la niñez.
A mí el primero que se me ocurre es el del chorizo con galleta de campo. Cuando era chico recuerdo a mi tío Daniel, el que se quedó en Arenaza, el pueblo de mi padre, y su galponcito de los chorizos. Creo allí guardaba unas herramientas, de eso no estoy seguro. Lo que sí recuerdo es que en determinada época del año en el galpón colgaban decenas de chorizos con un aroma que aún hoy me despierta cosas. Sé que las magdalenas de Proust son más glamorosas pero lo cierto es que yo, con seis o siete años y luego de haber vagado por la casa y por el pueblo, jugando a lo que fuera, siempre pasaba por el cuartito subrepticiamente y si bien cumplía con la orden de NO TOCAR LOS CHORIZOS me acurrucaba en un rincón completamente a oscuras, aunque del otro lado de la puerta el sol rajara la tierra, a oler. Un día mágico y que respondía a un cálculo muy específico y que yo ignoraba aunque también incluía que mi tío toquetease los chorizos para ver si ya estaban, iba con una cuchilla y cortaba el hilo de uno, y lo comíamos con galleta.
Detrás de cada chorizo que pruebo ahora voy detrás del recuerdo de aquel y desde luego, es irrepetible, salvo algunos caseros que vienen de la provincia de Buenos Aires y que al menos se les aproxima. Con la galleta me pasa lo mismo, en Buenos Aires jamás encontré.
Unos años más tarde de aquellos que les cuento, mi felicidad fue mayor cuando ya podía, junto a esos hombres de campo que se reían del porteñito, acompañar el manjar con un vaso de un vino. Pero esa es otra historia porque en ésta, mandan los chorizos.

Sé que en este momento del mundo blog en general y de La Menor Idea en particular, corro el riesgo de no recoger ninguna historia. Pero sé también de algunos lectores (que puedo contar con los dedo de una mano) que regularmente pasan por aquí y no dejan comentario, los invito a hacerlo por única vez. Querido lector invisible: no soy el fisco y el comentario no será utilizado en tu contra.






jueves, 3 de abril de 2014

Una noche trastocada




-         - Papá… ¿por qué en tu heladera nunca hay nada?

Y claro que tiene razón, pero ¿qué le voy a decir? ¿Que cuando tengo tiempo no tengo plata y y que cuando tengo plata no tengo tiempo? ¿O que cuando tengo tiempo y plata compro cosas que después no como y un buen día me va a crecer la lechuga dentro de la heladera hasta hacerse palmera o que me van a nacer flores de queso rallado?
Ahora son las nueve de la noche ¿Voy a ir a COTO a comprar qué? ¿A cocinar qué? ¿Y después quien lava los platos? (bah…el plato) Bajo a comer a la esquina y listo, el gordo que atiende es casi de la familia.
Pero el gordo no está y en las mesas de afuera hay gente. Igual siempre como adentro, dan un partido y el libro lo traje al pedo porque me olvidé los lentes en el trabajo. No me acostumbro a los anteojos. Ciego nuevo. Hace un año que uso para leer y ya voy por el tercer par. Los dos anteriores los perdí y sobre este ya me senté dos veces, haciendo zafar una patilla por sentada. Juega San Lorenzo. No me gusta San Lorenzo, y encima gana. Me pido el MENÚ CENA all inclusive. Primer plato: “fiambre surtido”: dos fetitas de jamón cocido, dos fetitas de queso, cuatro aceitunas. Ajá. Bueno, qué le vamos a hacer. El mozo que reemplaza al gordo es simpático. Digo “qué grandes están los mosquitos” y me dice que él vive en provincia y que allá son inmensos, nada que ver. Me descoloca eso de que él vive en provincia, reduce mis preocupaciones a cero y me llega la culpa. Puedo tener mis problemas pero estoy a cien metros de casa. Él va a terminar de trabajar después de medianoche, se va a tener que tomar un colectivo hasta la estación de tren, después el tren y después otro bondi hasta su casa, te lo firmo. Y además lo pueden asaltar y cuando llegue, su bebé estará dormido. Y yo quejándome de mis problemas alimenticios. Segundo plato: “muslito de pollo al champignon”. Breve, pero bien. El menú avisó muslito, no tengo quejas. Con el libro, sin anteojos no puedo y San Lorenzo gana, tampoco lo miro. ¿Qué voy a hacer entre plato y plato? Miro las mesas. A treinta metros y del lado de afuera tres veteranas cenan con vino. Hay una que gesticula mucho, y logro leerle los labios, le dice a las otras dos “está medicado y no trabaja, toma varias pastillas por día, no hay derecho”
Lo que no hay derecho es que entiendo lo que dice la doña que está a un kilómetro, vidrio de por medio y no pueda leer cómodo mi libro, che.
Entra una señora mayor con un muchacho, me parece que son tía y sobrino pero no sé. El pibe es raro. Pide una cerveza de litro para los dos, un agua mineral para ella (sin gas) y otra para él (con gas) ¿Por qué carajo piden cerveza y agua? Ni que fueran a darse con algo. No me sigue gustando el pedido, de entrada piden jamón con melón (no pidieron el “menú cena” evidentemente) Me fastidia la bebida, me fastidia la entrada y me fastidia lo que pregunta después: ¿la suprema es de pollo? Me dieron ganas de contestarle yo: “no, es de chajá, marmota!”. Pero el mozo (el que vive en la “provincia”) le dice que sí. ¿Y a la Maryland cómo es? Fue demasiado para mí, miro para otro lado.
Se me sienta una pareja al lado mío, vidrio de por medio. Parece que no hubiera vidrio y que ellos no están afuera ni yo adentro, sino que estamos los tres juntos en la misma mesa. ¿Por qué se sentaron en esa mesa justo al lado mío, si hay lugar de sobra? Yo no hubiera elegido esa mesa en el lugar del novio, con un tipo comiendo del otro lado. No me gusta nadie: las tres jovatas a las que le leo los labios, la tía y el sobrino (que luego de un comienzo de charla se llamaron a silencio y comen el jamón con melón sin decirse nada, no serán madre e hijo que apenas se ven?) Segundo gol de San Lorenzo, maldigo ese partido y sin darme cuenta me  meto índice y pulgar en la boca para destrabar un pedacito de pollo de la muela, total no me ve nadie. Me  olvidé de la pareja de afuera,  vidrio de por medio, que miran azorados cmo la mano se me pierde en la profundidad de mis fauces.
Mejor pido el postre, el mozo que vive en la provincia es lo más agradable de la cena así que le digo que me recomiende el mejor postre que haya y me dice flan.

De pibe hice lo que quise. Siempre salía a jugar adonde quería y volvía a la hora que quería, siempre que fuera razonable. Mamá no sabía dónde estaba, puedo decir que fui un chico que creció con libertad. No di trabajo con los deberes ni la comida, pero un día mamá hizo flan y no quise y le dio un ataque de domadora de leones y me lo hizo comer por la fuerza. Un horror, quedé marcado para siempre. No me jode el flan, lo que me molesta es el caramelo. Pero el mozo de provincia ya va a pedir el flan al mostrador y me defiendo con un “ponele dulce de lecheeeee”
Ganó San Lorenzo, el flan era con mucho caramelo, me olvidé de las tres viejas, de la madre/tía con su hijo/sobrino, pagué y me fui. Cuando pasé por al lado de la pareja, charlaban tan acaramelados que no parecieron reconocer que a su lado pasó el hombre que se  traga su propia mano, en acto cuasi circense.


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