domingo, 13 de abril de 2008
El Vietnamita de Chinatown
Me dí cuenta que no me tomarían en serio en Nueva York, cuando en el pequeño bus del aeropuerto La Guardia el chofer, luego de dejar a los distinguidos huéspedes del Waldorf Astoria y el Sheraton y ser yo su último pasajero, se sintió liberado, encendió primero la radio a todo volumen y al ritmo de rap, y luego un cigarrillo que me convidó, para continuar un largo y trabado viaje por Manhattan Sur, hasta que se frenó de golpe y me dijo que llegamos. Le pregunté si estaba seguro porque no veía ningún hotel, y él insistió que sí, que aquel era mi hotel. Mi hotel era una puertita insignificante, con un portero eléctrico que se abrió enigmáticamente y dio paso a una escalera que me hizo acordar al último piso de la película “¿Quieres ser John Malkovich? Ese piso donde había que agacharse. También me recordaba las obras de aquel pintor que dibuja escaleras torcidas, que marean, no recuerdo su nombre, o un tipo que ve reflejado su rostro en una bola de cristal…
El asunto es que llegué al hostel demasiado temprano, y tenía que esperar, pero me dijeron que no había problema en dejar la valija en el subsuelo, y allí dejé la mía. Cuando ví la montaña de maletas sin número que las identifique, tomé mi pasaporte y me despedí de mis futuras ex pertenencias, convencido de que jamás las volvería a ver.
Y así fue que salí dispuesto a defender los escasos dólares recibidos en pacto leonino a cambio de muchísimos pesos, y con mi estómago anhelante, me fui directo a por Pequeña Italia. Mi imaginación demandaba una mesa en la vereda, sin importar que fuera enero, un mantel a cuadros rojos y blancos, unos fuccile y chianti, y una canzonetta de fondo…¿Aparecería Tony Soprano?
Pero la realidad es que Little Italy había perdido la batalla, y los vencedores eran los chinos, que reinan en toda la zona: escuelas chinas, mercados chinos, restoranes chinos, todo chino. Así es que desistí de mi primera idea y me puse a buscar donde comer, eran las dos de la tarde y estaba muerto de hambre…
Entonces lo ví. Era un restaurante angosto, a la calle sólo la puerta y una pequeña ventana. Pero estaba lleno. Eso y los precios de la cartelera me convencieron a entrar.
Cuando lo hice, un amable vietnamita me preguntó si estaba solo. Le dije que sí, y me dijo que tendría que esperar un buen rato, a no ser que….La verdad es que no le comprendí. Imaginen que era un vietnamita hablándole en un pésimo inglés a un argentino que lo hablaba peor. El asunto es que contesté que sí, con la convicción de quien todo lo ignora. Me dijo que lo acompañara, atravesamos el salón, y al final, una cortina disimulaba un pasillo oscuro. Seguimos y me encontré con un salón más pequeño que el primero, donde había sólo una gran mesa redonda con orientales que comían en silencio. Cuando vi el cuadro me quedé helado. Solo, el primer día en una ciudad desconocida, en el salón de atrás de un restaurante vietnamita, rodeado de corteses hombres de oriente que inclinaron sus cabezas al verme entrar, mientras comían solos también, y obviamente con palitos.
Me inquietó pensar en la irrupción de mafias rivales, como la china (sabía que la vietnamita no es precisamente samaritana) ¿qué haría un porteño en esa situación? ¿Y la mafia japonesa? ¿Que haría un hombre de la pampa, yakuza? Pero nada de eso ocurrió. Fui al baño y me lavé la cara, mientras deliberaba nervioso si me quedaba o me iba. No lo tenía decidido cuando volví a la mesa compartida, pero ahí me esperaba el mismo amable vietnamita que me recibió, preocupado porque me había perdido de vista. Me dejó dos cartas para que eligiera mi comida, lo cual me resultó un enigma indescifrable, porque ambas tenían el mismo menú. ¿Será que tienen precios distintos según sea almuerzo o cena? No pude descifrarlo y escogí entonces arroz con frutos de mar, y cuando las cerré me di cuenta de la diferencia. Una tenía tapa verde, y la otra roja. Ahí recordé lo que alguna vez me habían dicho de la comida vietnamita, que es tan sabrosa como picante, y me encomendé al hada Au Co...
Por supuesto que le había marcado la del menú rojo, y al rato mi anfitrión volvió con un plato de arroz con abundante cantidad de mariscos. Cavilé un rato y me incliné por los cubiertos occidentales: uno no debe intentar ser lo que no es, me dije…
¡Y fue una fiesta! Es verdad que la segunda cerveza la pedí de inmediato, pero aún recuerdo esos sabores únicos, picantes, irrepetibles…La cuenta fue de veinticinco dólares, no crucé palabra alguna con mis compañeros de mesa, y jamás volvería a comer por esa suma en los tres días que pasé en Nueva York...
Al irme de esa ciudad fantástica contraté el mismo servicio de combis, y oh sorpresa… Me vino a buscar el mismo caballero de la ida, quien llegó con un cigarrillo en la boca, sonriente, con su rap a todo volumen, hasta que llegamos al Waldorf Astoria. Allí recuperó la compostura, y siguió el camino hasta La Guardia silencioso y recatado.
Por cierto…a mi valija no le faltó nada…
¡Jamás olvidaré ese viaje!
El asunto es que llegué al hostel demasiado temprano, y tenía que esperar, pero me dijeron que no había problema en dejar la valija en el subsuelo, y allí dejé la mía. Cuando ví la montaña de maletas sin número que las identifique, tomé mi pasaporte y me despedí de mis futuras ex pertenencias, convencido de que jamás las volvería a ver.
Y así fue que salí dispuesto a defender los escasos dólares recibidos en pacto leonino a cambio de muchísimos pesos, y con mi estómago anhelante, me fui directo a por Pequeña Italia. Mi imaginación demandaba una mesa en la vereda, sin importar que fuera enero, un mantel a cuadros rojos y blancos, unos fuccile y chianti, y una canzonetta de fondo…¿Aparecería Tony Soprano?
Pero la realidad es que Little Italy había perdido la batalla, y los vencedores eran los chinos, que reinan en toda la zona: escuelas chinas, mercados chinos, restoranes chinos, todo chino. Así es que desistí de mi primera idea y me puse a buscar donde comer, eran las dos de la tarde y estaba muerto de hambre…
Entonces lo ví. Era un restaurante angosto, a la calle sólo la puerta y una pequeña ventana. Pero estaba lleno. Eso y los precios de la cartelera me convencieron a entrar.
Cuando lo hice, un amable vietnamita me preguntó si estaba solo. Le dije que sí, y me dijo que tendría que esperar un buen rato, a no ser que….La verdad es que no le comprendí. Imaginen que era un vietnamita hablándole en un pésimo inglés a un argentino que lo hablaba peor. El asunto es que contesté que sí, con la convicción de quien todo lo ignora. Me dijo que lo acompañara, atravesamos el salón, y al final, una cortina disimulaba un pasillo oscuro. Seguimos y me encontré con un salón más pequeño que el primero, donde había sólo una gran mesa redonda con orientales que comían en silencio. Cuando vi el cuadro me quedé helado. Solo, el primer día en una ciudad desconocida, en el salón de atrás de un restaurante vietnamita, rodeado de corteses hombres de oriente que inclinaron sus cabezas al verme entrar, mientras comían solos también, y obviamente con palitos.
Me inquietó pensar en la irrupción de mafias rivales, como la china (sabía que la vietnamita no es precisamente samaritana) ¿qué haría un porteño en esa situación? ¿Y la mafia japonesa? ¿Que haría un hombre de la pampa, yakuza? Pero nada de eso ocurrió. Fui al baño y me lavé la cara, mientras deliberaba nervioso si me quedaba o me iba. No lo tenía decidido cuando volví a la mesa compartida, pero ahí me esperaba el mismo amable vietnamita que me recibió, preocupado porque me había perdido de vista. Me dejó dos cartas para que eligiera mi comida, lo cual me resultó un enigma indescifrable, porque ambas tenían el mismo menú. ¿Será que tienen precios distintos según sea almuerzo o cena? No pude descifrarlo y escogí entonces arroz con frutos de mar, y cuando las cerré me di cuenta de la diferencia. Una tenía tapa verde, y la otra roja. Ahí recordé lo que alguna vez me habían dicho de la comida vietnamita, que es tan sabrosa como picante, y me encomendé al hada Au Co...
Por supuesto que le había marcado la del menú rojo, y al rato mi anfitrión volvió con un plato de arroz con abundante cantidad de mariscos. Cavilé un rato y me incliné por los cubiertos occidentales: uno no debe intentar ser lo que no es, me dije…
¡Y fue una fiesta! Es verdad que la segunda cerveza la pedí de inmediato, pero aún recuerdo esos sabores únicos, picantes, irrepetibles…La cuenta fue de veinticinco dólares, no crucé palabra alguna con mis compañeros de mesa, y jamás volvería a comer por esa suma en los tres días que pasé en Nueva York...
Al irme de esa ciudad fantástica contraté el mismo servicio de combis, y oh sorpresa… Me vino a buscar el mismo caballero de la ida, quien llegó con un cigarrillo en la boca, sonriente, con su rap a todo volumen, hasta que llegamos al Waldorf Astoria. Allí recuperó la compostura, y siguió el camino hasta La Guardia silencioso y recatado.
Por cierto…a mi valija no le faltó nada…
¡Jamás olvidaré ese viaje!
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6 comentarios:
Gracias por compartir tus experiencias tan bien relatadas.Y también gracias por llegar hasta mi blog.Del caserío que me hablas no tengo idea siento no poder ayudarte....¿Sabes en qué pueblo está situado?...Además te informo que en Asturias la economía va hacia el turismo... la agricultura casi es un testimonio... Un saludo desde España y volveré a leerte.Angela
Sos un genio escribiendo!!!!Lo leo y me acuerdo de tu cuento,en azcuenaga vinito de por medio!!Buenisima la mención de pampa yakuza...para nosotros!!!!
Besotes
Marisol y Hernán
Perdón!!!Azcuenaga no...fue un lapsus...JA,JA!!!Larrea...
Mas besos para ti y segui delitandonos con tan lindos relatos!!!
Me alegro que les haya gustado!! Un beso grande para todos!!
Muy buena su experiencia!!...El gran dilema de un argentino en Nueva York: morir en la trastienda de un restaurante vietnamita por el fuego cruzado entre dos mafias orientales o morir envenenado por el sundae de chocolate con crispis de Mc Donald s. Su alma de escritor nunca hubiese optado por la última opción. Felicitaciones...no podría haberlo hecho mejor!!!
Gracias AVR! Seguramente ud. hubiera hecho lo mismo!!!
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